sábado, 4 de febrero de 2012

LOS PARAGUAS DE CHERBURGO,Jacques Demi (1964)


Todos hemos oído innumerables veces la canción I’ll wait for you, de Michel Legrand (incluso aparece al final de un capítulo de Futurama, donde consigue ponernos un nudo en la garganta…) y siempre había sentido curiosidad por descubrir para qué imágenes había sido creada tan hermosa melodía. Y así fue como me acerqué a Los paraguas de Cherburgo, dirigida por el inclasificable director francés Jacques Demi.

En general, no deja de ser una historia de amor bastante sencilla, pero una vez vista, no puedes dejar de pensar en ella. Se apodera de ti y no puedes hacer nada por olvidarla. ¿Por qué? Tras mucho pensar he llegado a la conclusión de que lo que hace a esta película tan especial es que, bajo todo el artificio sobre el que se construye, subyacen los sentimientos humanos más básicos: el amor y el miedo.

Y es que la puesta en escena de Los paraguas de Cherburgo es de lo más arriesgada: todos los diálogos de la película están cantados; hay innumerables travellings de una elegancia pasmosa; personajes que miran a cámara para hablar a otros personajes (y al espectador); decorados de colores llamativos, casi fluorescentes; personajes que, imbuidos por su inmenso amor, no andan, sino que se deslizan, tal es su abstracción de la realidad que les rodea... Y a pesar de todo estos elementos, que no hacen sino evidenciar que nos encontramos ante una ficción y no ante la vida misma, no dejamos de estar al lado de los personajes, de sus venturas y desventuras, de sus pasiones y sus miedos, de sus ambiciones y sus traiciones… Y a alcanzar todas esas emociones nos ayuda increíblemente la mencionada banda sonora de Legrand, un recurso que apela a los niveles más profundos de la psicología humana.


Otro aspecto interesante es que todos los personajes son positivos, todos tienen buenas intenciones, a pesar de que sus elecciones no sean las mejores para quienes les rodean; incluso los personajes que luchan por separar a la joven pareja de amantes tienen motivaciones positivas para actuar como lo hacen. Y es que, nadie dijo que el paso de la adolescencia a la vida adulta fuera fácil...

Si todo fueran canciones, colores pastel y parejas que se aman eternamente, esta película sería otro infumable musical más al estilo clásico hollywoodiense. Pero no lo es, ya que todo el artificio que rodea a esta película, haciéndola tan agradable a la vista y al oído, no es más que un regalo envenenado, puesto que en el fondo subyace una amarga visión de la vida, en la que las inseguridades y los miedos personales, unidos al afán del hombre y las mujeres modernos por tener una vida cómoda, les precipitan hacia su propia infelicidad.

Para amantes de las historias sofisticadamente sencillas.

jueves, 19 de enero de 2012

DRIVE, Nicolas Winding Refn (2011)


Drive narra la historia de un hombre con un talento especial cuando conduce un coche, el talento de la velocidad y del escapismo, que le hace muy útil para trabajos tan variados como dar una vuelta de campana como especialista de cine, o como chófer de delincuentes que necesitan huir rápidamente de la escena del crimen. Se trata de un hombre silencioso, pero no por ello taciturno (todo lo contrario, nada escapa a su intensa mirada). Es también un ser deseoso de afecto, como el que encuentra en su vecina y el hijo pequeño de ésta, con la que conforma una pequeña familia durante una temporada, hasta que sale de la cárcel el marido de aquélla… Es un hombre contenido, porque sabe que si dejara de serlo, podría estallar la violencia que lleva dentro. Es, por último, un antihéroe que no duda en arriesgar su vida para ayudar a la familia de otro, si cree que es su deber hacerlo, aún a riesgo de que ello le haga sacar lo peor de sí mismo.

            Drive es, ante todo, Ryan Gosling, ya veterano actor del panorama indie estadounidense, aclamado por películas como The Believer (2001) o Lars y una chica de verdad (2007). Su presencia, su mirada y su aplomo, dignos de los protagonistas de western más venerados, marcan el espíritu de toda la película. El mundo interior de su personaje (cuyo nombre nunca se menciona) es patente en todos y cada uno de los planos. Sería injusto no hacer mención a los compañeros de reparto que le siguen hacia su inexorable el destino, como la entrañable Carey Mulligan (An Education), el excelente Bryan Cranston (Breaking Bad) o el efectivo Ron Perlman (Hellboy), que siempre consigue no dejar a nadie indiferente.
     
A todo lo que se nos cuenta en Drive, hay que añadir cómo se nos cuenta. La película está magníficamente dirigida por Nicolas Winding Refn, que nos propone una arriesgada propuesta: ya los títulos de crédito en fucsia sobre la panorámica nocturna de Los Ángeles, acompañados con una música característica de las películas de acción de los años 80, son una declaración de intenciones. Su puesta en escena estilizada y, en muchos momentos, poco realista, no sólo no resta credibilidad a la historia, sino que además la dulcifica, lo cual hace más duros los momentos más oscuros. Todo ello confiere a la película un cierto toque distanciado e irreal, que en momentos le acerca al Kubrick de La naranja mecánica o de Eyes Wide Shut, lo que convierte a Drive en una especie de fábula moderna con tintes de tragedia griega (no por casualidad el protagonista lleva una cazadora con un escorpión bordado en la espalda y se hace mención de la fábula del escorpión y la rana atribuida a Esopo…), ya que, según propone la película, uno no puede negar lo que es por mucho que se esfuerce en ocultarlo, ni puede evitar su destino, por muy arduo y nefasto que se prevea.
            Para amantes de tragedias clásicas con cierto aire retro.

jueves, 25 de noviembre de 2010

TODOS NOS LLAMAMOS ALÍ

            
            Emmi es una viuda sesentona, con una vida solitaria y anodina, que inicia una relación con Alí, un inmigrante marroquí al que dobla la edad; ni su familia, ni entorno (ni el conjunto de la sociedad) lo aceptan. Este es el planteamiento de Todos nos llamamos Alí (1973), de Rainer W. Fassbinder, película ambientada en la Alemania Federal de principios de los 70. Dicho planteamiento puede parecer un poco anticuado, como su estética setentera. Lo que no resulta tan desfasado es como sigue la historia: una vez que vuelven de un largo viaje, tanto la familia, como los vecinos y los compañeros de trabajo de Emmi aceptan su nueva vida y admiten a Alí como un miembro más de la sociedad, por lo que Emmi vuelve a la misma situación que tenía al principio del film, pero… ¿y Alí? ¿alguien le ha preguntado cómo se siente al tener que adaptarse a una sociedad que no es la suya y en la que no deja de ser observado como un animal exótico? ¿alguien le ha preguntado cómo se siente por dicho proceso de asimilación? No. El hombre occidental le dice lo que debe hacer para ser feliz en la única realidad social posible. Este hecho es lo que hace esta película terriblemente actual, a pesar de tener ya casi cuarenta años, ese es el drama que viven hoy en día miles de inmigrantes que luchan por encontrar su lugar en el mundo: ¿plegarse a las presiones del más fuerte? ¿obstinarse en mantener sus raíces corriendo el riesgo de quedar segregado de la sociedad en la que vive? El dilema está servido.


            Otro hecho que hace interesante esta película es cómo Fassbinder se las ingenia para parafrasear uno de los melodramas clásicos por excelencia,  Solo el cielo lo sabe (1955), del director de melodramas por excelencia, Douglas Sirk. De hecho el planteamiento es casi un plagio, salvo que ésta no tiene la profundidad ética de aquélla (por algo una está rodada en el Hollywood clásico y la otra en Europa...). Además, los personajes de Todos nos llamamos Alí son mucho más reales, yo diría que son desgarradoramente cercanos: la forma en la que Emmi busca algo de compañía o cómo Alí va a casa de su amiga prostituta para que le prepare su comida marroquí favorita, son ejemplos del cariño y el respeto con el que Fassbinder nos muestra a sus personajes y de la profundidad de lo que nos está contando. Eso hace convierte a Todos nos llamamos Alí en algo más que un panfleto socio-político-lacrimógeno, lo convierte en un alegato contra la intolerancia de dimensiones casi épicas.
            Para degustadores de melodramas con contenido ético que dejan una ligera sensación de hormigueo al terminar.


miércoles, 17 de noviembre de 2010

EL VALOR DE LA COPIA

Copia certificada, de Abbas Kiarostami, cuenta 15 años en la vida de una pareja en el plazo de un único día, desde que se conocen hasta el momento actual, en el que su matrimonio se tambalea, sin el uso de flash-backs. Llegados a este punto, como espectador te puedes preguntar: ¿los personajes han fingido al principio no conocerse? ¿se sobreentiende una elipsis desde el principio de su relación hasta el momento actual? ¿toda la primera parte es un flash-back encubierto? ¿se trata simplemente de una licencia poética del director? No importa, porque una vez que te has sumergido en la historia, eso es lo de menos.
            Juliette Binoche interpreta a una impulsiva galerista francesa que tiene una relación con un flemático escritor inglés, interpretado por tenor William Shimell; ella vive en la Toscana con el hijo de ambos; él va y viene por el mundo a causa de su trabajo, el gran amor de su vida. La excusa para que se reúnan ahora es que él acaba de publicar un libro en el que habla de la validez de la copia frente al original. Y este será el tema en torno al que girará toda la película, ya sea porque la pareja se haya rodeada de otras parejas que acaban de casarse (el pueblo por el que deambulan es conocido porque si te casas allí serás feliz para siempre junto a tu amado), reflejo de la esperanzas que una vez tuvo la pareja protagonista, ya sea por la pareja de ancianos cogidos del brazo con la que se cruzan, reflejo de la imagen que a la protagonista le gustaría representar en el futuro junto a su amado. Pero también el director juega a las copias y los originales a través de otros recursos, como los reflejos de la pareja protagonista y la parejas vestidas de novios en espejos y cristales; tanto es así que hay una escena en la que ella le muestra a él una copia de una pintura, que durante mucho tiempo se consideró original, y que sigue expuesta en el museo porque sigue teniendo valor artístico; durante esta escena los protagonistas se nos muestran reflejados en el cristal que protege la pintura... Es más, toda la película es una “copia” de otra película anterior, Te querré siempre, de Roberto Rossellini (1954), que también trata del desmoronamiento de una pareja que deambula por las ruinas de Pompeya, muchos de cuyos planos y situaciones se repiten u homenajean (bonito vocablo reinventado en esta nuestra sociedad posmoderna).
            Uno de los grandes logros de Kiarostami en su película es conseguir utilizar el artificio del cine con una finalidad manifiestamente emotiva (no en el sentido de lacrimógena, sino el de generar emociones en el espectador). Esto lo hace en varias secuencias en las que los protagonistas se miran a solas en el espejo o hablan entre ellos en plano/contraplano; en estos planos los protagonistas miran casi directamente a la cámara (no hay nada que resulte más artificial al espectador que desvelar la presencia de este artilugio), pero con este recurso el director consigue transmitirle una serie de emociones que le hace pasar por alto (otra vez más) los trucos de los que se sirve el cine. Estos momentos no se sostendrían sin la fuerza interpretativa de Binoche (debo reconocer que hasta ahora no me había fijado en la verdad que emanan su cuerpo y sus palabras) y la más que correcta interpretación de Shimell.
            Resumiendo, para amantes de las pequeñas (y, al mismo tiempo, complejas) historias.