jueves, 25 de noviembre de 2010

TODOS NOS LLAMAMOS ALÍ

            
            Emmi es una viuda sesentona, con una vida solitaria y anodina, que inicia una relación con Alí, un inmigrante marroquí al que dobla la edad; ni su familia, ni entorno (ni el conjunto de la sociedad) lo aceptan. Este es el planteamiento de Todos nos llamamos Alí (1973), de Rainer W. Fassbinder, película ambientada en la Alemania Federal de principios de los 70. Dicho planteamiento puede parecer un poco anticuado, como su estética setentera. Lo que no resulta tan desfasado es como sigue la historia: una vez que vuelven de un largo viaje, tanto la familia, como los vecinos y los compañeros de trabajo de Emmi aceptan su nueva vida y admiten a Alí como un miembro más de la sociedad, por lo que Emmi vuelve a la misma situación que tenía al principio del film, pero… ¿y Alí? ¿alguien le ha preguntado cómo se siente al tener que adaptarse a una sociedad que no es la suya y en la que no deja de ser observado como un animal exótico? ¿alguien le ha preguntado cómo se siente por dicho proceso de asimilación? No. El hombre occidental le dice lo que debe hacer para ser feliz en la única realidad social posible. Este hecho es lo que hace esta película terriblemente actual, a pesar de tener ya casi cuarenta años, ese es el drama que viven hoy en día miles de inmigrantes que luchan por encontrar su lugar en el mundo: ¿plegarse a las presiones del más fuerte? ¿obstinarse en mantener sus raíces corriendo el riesgo de quedar segregado de la sociedad en la que vive? El dilema está servido.


            Otro hecho que hace interesante esta película es cómo Fassbinder se las ingenia para parafrasear uno de los melodramas clásicos por excelencia,  Solo el cielo lo sabe (1955), del director de melodramas por excelencia, Douglas Sirk. De hecho el planteamiento es casi un plagio, salvo que ésta no tiene la profundidad ética de aquélla (por algo una está rodada en el Hollywood clásico y la otra en Europa...). Además, los personajes de Todos nos llamamos Alí son mucho más reales, yo diría que son desgarradoramente cercanos: la forma en la que Emmi busca algo de compañía o cómo Alí va a casa de su amiga prostituta para que le prepare su comida marroquí favorita, son ejemplos del cariño y el respeto con el que Fassbinder nos muestra a sus personajes y de la profundidad de lo que nos está contando. Eso hace convierte a Todos nos llamamos Alí en algo más que un panfleto socio-político-lacrimógeno, lo convierte en un alegato contra la intolerancia de dimensiones casi épicas.
            Para degustadores de melodramas con contenido ético que dejan una ligera sensación de hormigueo al terminar.


miércoles, 17 de noviembre de 2010

EL VALOR DE LA COPIA

Copia certificada, de Abbas Kiarostami, cuenta 15 años en la vida de una pareja en el plazo de un único día, desde que se conocen hasta el momento actual, en el que su matrimonio se tambalea, sin el uso de flash-backs. Llegados a este punto, como espectador te puedes preguntar: ¿los personajes han fingido al principio no conocerse? ¿se sobreentiende una elipsis desde el principio de su relación hasta el momento actual? ¿toda la primera parte es un flash-back encubierto? ¿se trata simplemente de una licencia poética del director? No importa, porque una vez que te has sumergido en la historia, eso es lo de menos.
            Juliette Binoche interpreta a una impulsiva galerista francesa que tiene una relación con un flemático escritor inglés, interpretado por tenor William Shimell; ella vive en la Toscana con el hijo de ambos; él va y viene por el mundo a causa de su trabajo, el gran amor de su vida. La excusa para que se reúnan ahora es que él acaba de publicar un libro en el que habla de la validez de la copia frente al original. Y este será el tema en torno al que girará toda la película, ya sea porque la pareja se haya rodeada de otras parejas que acaban de casarse (el pueblo por el que deambulan es conocido porque si te casas allí serás feliz para siempre junto a tu amado), reflejo de la esperanzas que una vez tuvo la pareja protagonista, ya sea por la pareja de ancianos cogidos del brazo con la que se cruzan, reflejo de la imagen que a la protagonista le gustaría representar en el futuro junto a su amado. Pero también el director juega a las copias y los originales a través de otros recursos, como los reflejos de la pareja protagonista y la parejas vestidas de novios en espejos y cristales; tanto es así que hay una escena en la que ella le muestra a él una copia de una pintura, que durante mucho tiempo se consideró original, y que sigue expuesta en el museo porque sigue teniendo valor artístico; durante esta escena los protagonistas se nos muestran reflejados en el cristal que protege la pintura... Es más, toda la película es una “copia” de otra película anterior, Te querré siempre, de Roberto Rossellini (1954), que también trata del desmoronamiento de una pareja que deambula por las ruinas de Pompeya, muchos de cuyos planos y situaciones se repiten u homenajean (bonito vocablo reinventado en esta nuestra sociedad posmoderna).
            Uno de los grandes logros de Kiarostami en su película es conseguir utilizar el artificio del cine con una finalidad manifiestamente emotiva (no en el sentido de lacrimógena, sino el de generar emociones en el espectador). Esto lo hace en varias secuencias en las que los protagonistas se miran a solas en el espejo o hablan entre ellos en plano/contraplano; en estos planos los protagonistas miran casi directamente a la cámara (no hay nada que resulte más artificial al espectador que desvelar la presencia de este artilugio), pero con este recurso el director consigue transmitirle una serie de emociones que le hace pasar por alto (otra vez más) los trucos de los que se sirve el cine. Estos momentos no se sostendrían sin la fuerza interpretativa de Binoche (debo reconocer que hasta ahora no me había fijado en la verdad que emanan su cuerpo y sus palabras) y la más que correcta interpretación de Shimell.
            Resumiendo, para amantes de las pequeñas (y, al mismo tiempo, complejas) historias.